Querido Mariano,
No sé muy bien cómo empezar esta carta ni qué tono emplear hacia alguien tan importante como usted y con una labor tan encomiable como dejarse la piel gobernando un país que se derrumba, ideando medidas tan eficaces y lógicas para salir de ese profundo y oscuro boquete en el que parece que cada vez estamos más metidos.
Aunque mi carta va en otro sentido (o no, según se mire). Consciente, eso sí, de estar siendo la fácil carnaza para la oculta pretensión de desviar mi indignación –y la de más de un colectivo– con polémicas secundarias (si las comparamos con otras que deberían ser mucho más urgentes ahora mismo), quiero sugerirle una arriesgada propuesta.
Hay rumores de que ciertas élites eclesiásticas (Rouco and company) le están presionando por no sé qué de una promesa –o algo parecido– que usted y los suyos le hicieron hace un tiempo para subsanar las dantescas modificaciones socialistas que, en su día, en cambio, parecieron, dar respuesta a un nuevo modelo de sociedad, más abierta y tolerante. O al menos así lo creímos los más utopistas. Me refiero, en concreto, a la aprobación del matrimonio homosexual, que ahora, incompresiblemente, vuelve a ser puesta en tela de juicio.
No considero que su permanencia o suspensión sean, de verdad, trascendentales hoy por hoy, porque dudo mucho que influya de manera alguna en la consecución de la meta que creo todos –socialistas, populares, izquierdistas, indignados, ni-nis, intelectuales, curritos… – deberíamos estar persiguiendo al unísono: salir de esta mierda de Crisis, más que perder el tiempo en tirar pelotas en el tejado del otro. Y segundo porque, honestamente, pienso que sería un absurdo paso atrás. Antes que por maricón, por persona tolerante y mínimamente coherente que intento ser.
Quiero proponerle no solo la no desaprobación –retroceso, las cosas por su nombre– del matrimonio entre personas del mismo sexo, ni la chuminada de ponerle un nombre diferente a ese “otro tipo” de unión (¿acaso para no equipararla?), porque sería una clara discriminación lingüística (la siempre acertada Bibi me daría toda la razón); sino dar un nuevo paso en la reconstrucción –que no destrucción– del papal y ancestral –curioso que ambas palabras terminen igual– concepto de “familia tradicional”.
Quiero poder casarme con mi perro y gozar de los mismos derechos (y obligaciones, a pesar del espeluznante matiz de esa palabra para esta acepción) que otra pareja cualquiera. Solicito añadir una nueva variante a las posibilidades de dúo legitimadas en España –por ahora: hombre-mujer, mujer-mujer, hombre-hombre–.
A continuación explico los fundamentos de una proposición que estará haciendo llevarse las manos a la cabeza a más de uno porque, bien analizados, no resultan tan descabellados. Permítame explicárselos, Mariano.
Tengo treinta y dos años. Los diez últimos los he pasado, además de con otros menesteres, practicando la mariconería activa, manifestándolo cuando he considerado oportuno y apoyando desde la mínima discreción y formalidad que creo que requiere la defensa de los derechos homosexuales. Casi cinco años compartiendo techo y lecho con otro maricón (aunque él se creyera muy macho). Y estos últimos meses los he dedicado a intentar superar el momento en que, cual Remedios Cervantes en “Atrapa un millón”, dicho maricón me hizo perder el premio gordo para recibir un fantástico aplauso del público y mandarme a casa tan atónito y perplejo como el concursante que, ejemplarmente, contuvo las ganas de matar en directo a la desafortunada modelo-presentadora-actriz, pero sin la segunda oportunidad que, si no tengo entendido mal, se le concedió a él (por obvios motivos éticos).
En dicha labor de asimilar la traición del hijo de puta de mi ex (uy, perdón, se me ha escapado, mira que mi psicóloga me tiene dicho que guardar rencor, a pesar de ser muy humano, no me va a reportar ningún beneficio, y debo pensar que sus consejos son valiosísimos a juzgar por el precio de la consulta; además, como tonto romántico empedernido que a pesar de ello sigo siendo, mantengo mi teoría de que es imposible odiar a quien tanto amé, en todo caso sería despecho y dolor, jamás merecedor de un calificativo tan atroz y que tan injustamente implica a mi santa –sin sarcasmo, lo digo de corazón– ex suegra), comencé la búsqueda de un nuevo candidato. Sí, soy marica y aún creo en el amor monógamo, en la fidelidad y en el compromiso. Lo cortés no quita lo valiente.
Hasta rocé la manía persecutoria y obsesiva con un buenazo que, ante mi declaración tan impulsiva como atropellada, también me premió con el fantástico aplauso del público. Y encima, en lugar de entenderlo tal cual era, sesgué creyéndome una oculta e inventada correspondencia por su parte que no quería reconocerme por lo delicado del momento que los dos atravesamos (él mucho más que yo).
Y hoy, convencido de cambiar mi errónea estrategia y antes de que la picha se me caiga a trozos por inservible, me dispongo a follar a diestro y siniestro con cualquier pene pegado a un hombre (sin que necesariamente venga acompañado también de un cerebro) que se me ponga a tiro y que cumpla ciertos requisitos mínimos. Para ello, me he venido con mi citado perro (Dante) y una mochila cargada de lubricante y condones a “cazar” como ave carroñera a la playa. Andando hasta más allá de la invisible frontera a partir de la cual empieza la localista y peculiar caravana playera del orgullo gay. No estoy diciendo nada que no sea de dominio público, no se escandalice Mariano, hablo de la hipócrita pseudo-clandestinidad ante la que unos cierran los ojos y que otros aceptamos, más o menos convencidos pensando que no deja de ser otra forma de gueto discriminatorio (¿y necesario?).
No hace falta tener ningún sexto sentido para darse cuenta de lo que digo. Basta con percibir los escáneres visuales que recibes de pies a cabeza –con especial detenimiento en lo mucho o poco abultado de tu entrepierna– por parte de los semidesnudos moradores de ojos avizores que pululan ocultos por entre las dunas ataviados en no pocos casos con tangas o cuasi prendas similares tan llamativos como horteras (este verano creo que vuelve el siempre recurrente estampado de leopardo). No me extrañaría que, dentro de poco, en esta estratégica zona de la playa en vez de los lateros de toda la vida con sus archiconocidos “llevo la servesa, er fanta, er cocacola, er agua” empezaran a proliferar locazas musculadas con collares hawaianos, purpurina desperdigada por su apolínea anatomía y glamourosos cócteles con pajitas fluorescentes y banderitas multicolor (mierda, esto último debería habérmelo reservado como patente de negocio propio).
Así pues, ese sexo anónimo, esporádico y sin compromiso que se supone que venía buscando hubiera sido perfectamente posible de no ser porque uno de los requisitos era que el pene pegado al hombre no sobrepasara la media de los cuarenta años. Y es que uno, Mariano, todavía tiene la altivez de creerse de medio buen ver (a pesar de los kilos de más cogidos con el prozac y de la autoestima perdida por el camino) y la osadía de no conformarse con “cualquier cosa”. Y porque por muy moderno y liberal que me quiera abanderar, la castradora educación cristiana (ojo, que sí estoy de acuerdo con muchos de sus valores) me ha hecho más mella de la que quisiera reconocer y, en el fondo, soy de los que necesitan una café o cerveza y aunque sea una superficial conversación preliminares.
Intuyendo que ya iba a regresar a casa igual que vine, “cargadito de amor” (otro día que sumar en el cómputo de mi abstinencia sexual, que empieza a pasar de razonable a preocupante, esto no debe ser sano), me he sentado en una de esas dunas-parapeto para escribir la conclusión a la que he llegado y con la que empezaba este escrito, sin descartar del todo la fantasía de terminar sosteniendo con la mano otra cosa algo más gruesa –tampoco tanto– que el boli con que escribo y que igualmente podría meterme en la boca (disculpe la obscenidad, Mariano, pero seguramente su amigo Rouco o alguno de sus colegas sepan bien de qué hablo).
Mientras tanto, Dante, mi perro, me lamía (no voy a hacer ninguna otra grosera analogía), me empujaba la mano con su hocico reclamando mis caricias y me miraba de esa manera en que nadie más que él me ha mirado en la vida.
Entonces lo he visto claro. Él es mi marido perfecto. No tengo que seguir buscando. Me quiero casar con mi perro. Por eso le pido, admirable y siempre comprensivo Mariano, no solo que no sucumba a las presiones eclesiásticas y desapruebe –o ponga fin a la equiparación legal– la unión matrimonial entre personas del mismo sexo sino que amplíe sus posibilidades y añada el supuesto legal de que uno de los cónyuges sea perro (muchas veces es un perro –en el también injusto pero usado sentido figurativo–, y siempre se ha permitido, en realidad tampoco pido algo tan raro).
Sí sería más flexible a la hora de aceptar que decida ponerle un nombre distinto a la unión marital con mi perro, porque sería entre seres de distintas especies (me mantengo irreductible, en cambio, como Oliverio hacia las mujeres que no saben volar, en no consentir otro calificativo, por considerarlo separatista e inconstitucional –porque distinguiría, descaradamente, en función de la orientación sexual–, a la unión de dos seres humanos, personas antes que heterosexuales u homosexuales, no está mal recordarlo de vez en cuando).
Exijo, pues, la equiparación de derechos en la unión (o como decida llamarle) con mi perro. Y para terminar de convencerle, Mariano (y, de paso, Rouco), acabo resumiendo en cinco sencillos puntos los motivos de mi elección:
-Uno: mi perro es un superdotado sexual. No tiene un rabo, sino dos. El primero siempre bailongo y feliz, y el otro mucho mejor despachado, por cierto, que el altramucito que más de uno tenemos por pene. Y aunque me da cierto asquito pensar en esa práctica de zoofilia, también creo que en tiempos de guerra (y de Crisis) cualquier agujero es trinchera.
En cualquier caso, seríamos una pareja total y verdaderamente abierta. A mí no me molestaría lo más mínimo que él se acostara con otras perras (es más, le busco novia porque estoy deseando tener un cachorro suyo) ni a él que yo me lo montara con otros hombres (no es celoso).
Aprovecho para recalcar que mi perro es muy macho, por si alguien aun albergaba la estúpida duda de que la homosexualidad es contagiosa, y para reivindicar también la adopción por parejas homoparentales. Sí, los “desviados” nacemos, no nos hacemos ni nos hacen. Como tantos otros, yo provengo de un heterosexual y religioso matrimonio (lo que demuestra que la heterosexualidad tampoco se transmite). Ni vamos a dejar de existir ni vamos a proliferar como una plaga a la que haya que exterminar por ser criados por dos hombres o por dos mujeres.
-Dos: en términos económicos, no me parece justo que por haber sido abandonado por el cabronazo de mi ex (perdón otra vez; recanaliza el dolor, corrección terapéutica: por la persona que he de asimilar que dejó de quererme sin más, sin que hubiera un chulazo con más dinero, más músculos, más centímetros y más minutos de aguante que yo de por medio) en una edad tan delicada –a los gays, por nuestro lado femenino, también se nos pasa el arroz– para volver a encontrar candidato medianamente aceptable (pene y cerebro, al menos) e iniciar una nueva relación, en un momento político en que además parece peligrar hasta la opción de pedirle a algún amigo el favor de un matrimonio de conveniencia. De seguir solo como la una, jamás amortizaré todo el dinero que he invertido (e invertiré) en las bodas de todos/as los/as amigos/as y familiares de mi generación que todavía se están casando (a ver si paráis un poquito, queridos/as). Quiero tener el mismo derecho que todos/as ellos/as a incluir mi número de cuenta en las invitaciones de mi boda con Dante.
-Tres: aunque Dante no hable (y para muchos de los amantes de los gatos sea un animal tonto y básico), sí me escucha. No podía decir lo mismo de quien se pasaba las escasas dos o tres horas que teníamos al día para “estar juntos” pegado a su ordenador chateando de forma patológica (lo digo sin acritud, de verdad, solo espero que esté tratándose esa adicción, como yo me estoy tratando la mía).
Sus pezuñitas no dan para las teclas de un ordenador y mucho menos para los teclados táctiles de un Smartphone. Además, a Dante, como a mí, le gusta más dedicar la mañana de un soleado domingo en darse un paseo por la playa que en quedarse tirado lúgubremente en el sofá delante del ordenador o, como mucho, en patearse los centros comerciales para ponernos los dientes largos ansiando tener los lujos expuestos en los escaparates que ni de coña nos podíamos permitir.
-Cuatro: espacialmente, es el compañero de piso ideal. Ocupa menos que cualquier hombre (es un teckel) y hasta suelta menos pelo del que sueltan muchos de ellos (es de pelo corto y no se afeita) y solo se ducha una vez al mes y, por cierto, no coge la peste que cogería un tío que se pasara ese mismo tiempo sin ducharse (es un olor diferente). Su tamaño es más acorde a los cada vez más minúsculos pisos que se construyen hoy día y/o más apropiado para sumarse al clan familiar junto a los suegros, hermanos, abuelos e hijos que forzadamente están reagrupándose bajo el mismo techo, como otra de las consecuencias de la histórica cifra de parados/as en la que creo que su Reforma, Mariano, ha tenido inevitablemente algo que ver (junto a otros factores, no se lo quito). No necesito cama de matrimonio, Dante y yo cabemos perfectamente en una cama de noventa en casa de mi madre.
Sí, confieso que yo podría vivir en una casa propia (alquilada por supuesto, ni muerto me planteo hipotecarme la vida), con trabajo, pero cometí la indecencia y la chulería (a día de hoy me sigo castigando por ello) de cambiar el sueldo de mil doscientos euros que cobraba y que no me daba casi ni para ahorrar porque el destino al que requería desplazarme –cambio de comunidad autónoma– dicho trabajo me hizo entramparme en un coche (con todos los gastos paralelos que implica) y meterme en un crédito bancario que a día de hoy sigo pagando para haber amueblado una casa que no me he quedado (en la época en que mi ex era el querido novio con el que creía tener un proyecto de vida compartido). Aun siendo renta, y no hipoteca, tenía que compatibilizar su pago con el derroche de llenar la nevera para tener algo que llevarme a la boca (lo siento, querida Cospe, sacada de contexto o no, su frase es una barbaridad integral, no hablo de jamón de pata negra sino de un triste rulo de chóped en oferta, o sea, citando textualmente la definición de la RAE, “embutido semejante a la mortadela”). Y porque estaba sometido a la dictadura de una jefa que se creía (y me temo que se sigue creyendo) que mandar era imponer irracionalmente y putear de forma gratuita y porque lo que aún me quedaba de osadía y soberbia me hacía creer que, a pesar de lo chungo del panorama, podía aspirar a algo más (y no me refiero a lo económico, que para mí un sueldo que supera las tres cifras ya está genial; sino a las competencias y a la libertad laboral) que a un grupo profesional dos puestos por debajo en la categoría profesional que por formación (¿y valía?) me corresponde y porque tampoco me daba la ventaja de “total” estabilidad del ansiado funcionariado (como interino, también podía ser despedido en cualquier momento con el fantástico –desconcertante, desolador– aplauso del público, que tan familiar se me está empezando a hacer).
-Cinco: nadie va a quererme más incondicionalmente que mi perro. Eso se lo puedo asegurar, Mariano. Bueno, sí, mi madre, pero ahí ya entraríamos en el pantanoso territorio de lo incestuoso.
Por eso, Mariano, Rouco y demás élites eclesiásticas, legisladores/as, Bibi, Cospe y resto de farándula política, les ruego encarecidamente que valoren mi petición y decidan, finalmente, aceptarla para poder ir preparando nuestras invitaciones de boda humano-canina. A parte de por todo lo expuesto, es una de las pocas formas que se me ocurren para embolsarme algo de pasta ahora mismo.
Muchas gracias por adelantado por su atención,
Javi y Dante.
PD1.: Efectivamente, al final me voy de la playa como vine, “cargadito de amor” y caliente como un chino (los esculturales cuerpos danone abundan más en la zona hetero, pero se pavonean –o es que yo estoy cada vez más salido– casi igual que en la homo). Además, no quiero quedarme viudo antes de tiempo matando a mi futuro esposo (si ustedes me lo terminan permitiendo) de deshidratación, que jadea desesperado buscando una sombrita, con la lengua arrastrándole por la arena. Animalito. Menos lubricante y más botellitas de agua, creo que me diría si pudiera hablar.
PD2.: Pido disculpas por tanta blasfemia e indecencia juntas. Mi madre no me llevó a un colegio religioso para que acabara diciendo estas cosas. Y tengo tantos motivos para no creer en Dios como para sí creérmelo, pero muchos más por los que criticar y no alabar a su supuesta representación en la Tierra (élites eclesiásticas, no digo ni siquiera Iglesia, que para mí son todas esas buenas personas que de forma anónima –sin alardes ni ofensivos pregones moralistas– y sin recibir más beneficio ni reconocimiento que el de sentirse bien, aportan su granito de arena para conseguir un mundo menos injusto).
Así que, por si acaso, y como su inmensa misericordia redime hasta los más sucios pecados de la chusma más marginal como yo, pido perdón. Prefiero una eterna permanencia en la corte celestial (aunque a veces pienso que aquello tampoco debe ser el colmo de la diversión) antes que una reflexiva estancia en el purgatorio (me remito, de nuevo, a la definición de la RAE: “en la doctrina católica, estado de quienes, habiendo muerto en gracia de Dios, necesitan aún purificarse para alcanzar la gloria”), más que nada porque, además de un coñazo, tengo comprobado que psicológicamente no me beneficia nada pensar tanto.