-¿Dónde estuvo Ud el viernes 13 de septiembre de 2013?
-En Sevilla. Fui a llevar a mi madre. Y, de paso, para ver a dos amigas que viven allí. Además, era el cumpleaños de una de ellas y le llevaba un detallito (hecho con más amor que dinero y tirando de la competencia desleal de los chinos).
-Y… ¿qué más?
-Aproveché para entrevistarme con la presidenta de “DFrente Sevilla” y para entregar unos currículums en mano y en papel en las empresas de Telemárketing donde había trabajado hace años por si acaso había algo y para que me sirvieran para lo del Plan Prepara del INEM.
-¿Y dónde más estuvo? ¿Qué comió?
-Vale, vale, lo confieso… Me fui al IKEA…
El polígrafo determina que dice la verdad, a medias.
-Estaba en San Juan de Aznalfarache, cerca de Tomares y pensé que era buena ocasión, que podría aprovechar… Sí… y compré… y gasté…
-A pesar de estar continuamente quejándose de no tener un duro, ¿no? Y hasta a pesar de estar mendigando para autopublicarse su novela, ¿no?
-Sí… Lo siento –me entraron ganas de llorar.
Aquel aparato pitaba de otra forma distinta a la de antes. Los conectores enrollados en mis dedos detectaban claramente el sudor y el tembleque de los nervios.
El polígrafo de la verdad es más fiable de lo que me creía. Ahora entiendo a Belén Esteban.
Tenía que decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
-Iba solamente a por una tabla de madera porque se me ha roto una del somier de mi diván-cama. Juro que lo intenté… Me prometí a mí mismo no comprar más que eso…
El polígrafo dice que miente.
-¡Es verdad!
El polígrafo nunca se equivoca. No está diciendo toda la verdad.
-Bueno, puede ser que una vez que aparqué el coche en el párking y empecé a subir las escaleras mecánicas del gran almacén de los muebles suecos de conglomerado, comida precocinada a base de heces de caballo y con infinidad de complementos domésticos con los que hasta el momento sobrevivías y ahora sientes que son imprescindibles, fuera cambiado de alguna manera mi mentalidad.
Llevo diez euros encima y son ya las tres y media y todavía no he comido. Puedo aprovechar lo del hot dog por un euro, si sigue, y ya por lo menos engaño al estómago que de verdad que me estaba rugiendo, pensé.
-¿Hubieras muerto de inanición si te hubieras esperado a llegar a casa de tu amiga que además había preparado un delicioso pollo al horno contando contigo? –preguntó, inmisericorde, Jorge Javier.
-No… Claro que no…
-¿No es cierto que acababa de desayunar hacía menos de dos horas y media un café y una tostada entera de jamón, tomate y aceite?
-¡Sí! ¡Lo siento! ¡Lo confieso! ¡Gasté más de lo que debería! -terminé de derrumbarme.
Los niveles de audiencia empezaron a crecer a la par que mi angustia y mi remordimiento.
-Fueron los carteles, las luces, los colores, los bajos e irresistibles precios, las tentadoras gangas y el calculado itinerario que te obligan a seguir para llegar hasta la oficina de oportunidades y de atención al público… No me pude resistir… Estaba atolondrado, mi cabeza se nubló, se olvidó de pobreza y de la cruda realidad… Ya no era un solterón abandonado y parado, sin un duro y con un futuro laboral más negro que el carbón... Sentí estar entrando en un mágico cuento donde todo estaba conjuntadísimo y los colores bailaban alrededor de mi ánimo para pensar solo en positivo…
-Además de la tabla de madera a por la que iba, ¿qué más compró? ¿cuánto de más gastó?
Me moría de la vergüenza y de la culpabilidad, pero tenía que ser sincero.
-Nueve euros y cincuenta céntimos… La tabla solo eran tres euros…
El silencio reinó en el plató, el público agudizó oído y vista para centrarlos en mi penosa y diminuta persona.
-¿Qué pasó con los otros seis euros y medio?
No podía seguir ocultándolo. Rompí a narrar mi pecado. El orgullo y la dignidad dieron paso a la vergüenza cuando empezó la confesión:
-Cuando fui a por el perrito caliente, un enorme cartel con una oferta que se me metió por los ojos (rollo de salmón noruego más refresco –a granel, todo el que quieras, estaba muerto de sed, llevaba todo el día dando vueltas por Sevilla–) me hizo pedir el pack en lugar del pan con salchicha.
Dos euros y medio en vez de uno.
Dos euros y medio en vez de uno.
Me limpié la conciencia ensuciándome el hígado y el estómago con burbujeante cola de tirador, toda la que pude beber, vasos y vasos para sentir que amortizaba lo invertido.
-Con la tabla, son cinco euros y medio. ¿Qué hay de los otros cuatro?
Lo peor aún estaba por ser contado.
-La amabilísima chica que me atendió en la sección de Atención al Público y Oportunidades lo hizo de tal manera que compré dos tablas en vez de una. Siempre es mejor tener una extra de repuesto por si se vuelve a romper. Me hizo olvidar su papel de comercial seguramente a comisión o incentivos para caer en la red de su fachada de simpatía y empatía hacia mí.
-Tres euros más. Ocho y medio. Queda uno…
-Sí… Es verdad… –agaché la cabeza porque no podía seguir mirando al presentador–. Me gasté otro euro de más. No tendría que haberlo hecho. Porque luego encima también me quejo de estar echando barriga, pero… No pude resistirme… Había carteles por todas partes… Fueras donde fueras te topabas con una retocadísima y perfecta imagen de esas gominolas, dulces, de colores, apetecibles, baratísimas… Únicas, traídas de la misma Suecia. Una oportunidad que no podía desaprovechar… El párking era gratis, pensé que quizá me merecía algo dulce de postre…
Soy una débil presa del consumismo. Aún sin un chavo en la tarjeta y con solo 10 euros en la cartera para acabar el mes, terminé malgastándolos. Porque encima lo peor ha sido que he caído en la trampa. Ikea me ha robado seis euros porque cuando he vuelto a casa encima he descubierto con pavor que la tabla no encajaba donde debía, era más larga y más ancha. Y mira que me aseguraron que era el mismo modelo.
Me pueden devolver el dinero pero… claro… ¿Me compensa el gasto de gasolina para ir al Ikea más próximo por 6 euros? ¿Seré capaz de volver a ese antro de pecado consumista y no gastar más de lo previsto?
En mi defensa, alegaré que también gasté por culpa de la Administración. Sí, ella y su Plan Pepara que obliga a que tengas que desplazarte físicamente a las empresas para conseguir la copia sellada de tu currículum entregado. Si encima la sede de alguna de esas empresas está próxima a un pecaminoso Ikea, la perdición de lujuria capitalista está asegurada.
-¿Es cierto que al preguntar en las distintas plataformas de telemárketing donde entregaste el currículum sentiste una inconfesable tranquilidad cuando te decían que estaba todo cubierto y que de momento no había prevista ninguna nueva campaña para nuevas contrataciones, porque, en el fondo, te apetece tanto volver a trabajar de teleoperador como que te arranquen las uñas de los pies con unos alicates?
El polígrafo dice que miente.
Ni siquiera había contestado, pero aquel cacharro debió confundir las ondas de malos recuerdos, sensación de fracaso y horror al pensar en el futuro con síntomas de mentira, cuando me imaginé de nuevo con un auricular en la oreja y un pinganillo en la boca vendiendo tarifas planas a personas que, en el mejor de los casos, te piden por favor que les dejes en paz. Y esta vez sin siquiera el consuelo de llevar a casa lo ganado para construir un proyecto de vida junto a otra persona.
Claro que quiero volver a trabajar pero, puestos a confesar, una vez que he aprendido a gestionar, aprovechar y disfrutar del tiempo de ocio para dedicarme a las cosas que realmente me gustan no quiero volver a hacerlo de teleoperador.
Prefiero mil veces hacer cualquier otra cosa. Ganar dinero de cualquier otra forma.
No volver todos los días a casa con dolor de cabeza de tanto repetir el mismo argumentario y de pasarme horas metido en una jaula de grillos (literal, pero en vez de "cri cri", con el “buenas tardes/buenos días, mi nombre es… le llamo de… es para ofrecerle…”), acostarme con cierto remordimiento de conciencia porque a pesar de intentar ser lo menos rastrero posible para llegar a los objetivos de venta de la campaña mi Pepito Grillo me recordaba a cada segundo todo lo antagónico que era a mi escala de valores estar trabajando para una subcontrata que trabajaba, a su vez, para una gran multinacional capitalista, explotadora y que invierte en cualquier cosa antes que en la más mínima causa social.
Seguramente porque cuento con el lujo de tener techo y comida asegurados por mi madre, pero de verdad que voy a agotar todas las posibilidades previas para no tener que volver a ese infierno del telemárketing. O, al menos, no en una campaña de venta. Lo de cubrir un puesto de atención al cliente todavía sí lo podría volver a hacer.
Con todos mis respetos a las personas que se dedican a ello, que he conocido a grandes profesionales y, todavía más importante, grandes personas, cuando trabajaba en ese mundillo. Aprovecho para saludarlas a todas, que siempre se me dibuja una sonrisa en la cara al recordarlas. A pesar de haber sido un trabajo tan ingrato, se sobrellevaba por los buenos momentos de compañerismo y bromas con que amenizábamos las largas jornadas de curro.




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