Con diez días de retraso por haber estado demasiado ocupado celebrándolo por todo lo alto desde el fin de semana pasado recibiendo la visita que mejor regalo me ha supuesto y pasándolo de lujo acompañado de amigos y familia hasta este sábado, hasta empalmarlo con la celebración del también cumpleaños de mi alma siamesa; aquí llega la crónica-reflexión que anualmente hago con motivo de mi cumpleaños (dedicada, esta vez, especialmente a mi querida Chapa, porque fue ella quien me animó a no dejar de escribirla cuando me felicitó).
Llego a la "adolestreinta" como el niño que no dejo de ser.
Más que ingenuo, pardillo; soñador hasta el extremo de la idiotez y enormemente enamoradizo a pesar de las supuestas cautelas que me había propuesto cumplir después del desengaño.
Llorón, cabezota, orgulloso y soberbio, juguetón, travieso, repelente, metódico, algo caprichoso a veces, impaciente, desquiciante por las mañanas, ripio y ceporro como yo sólo. De repente más necesitado que nunca del arropo de los amigos, las raíces (aunque prometo, rey, no acomodarme en el "ir tirando" de la mentalidad gaditana, por muy tentador que pueda parecer a corto plazo) y la familia y enmadrado otra vez hasta la médula, no ya tan en sus faldas pero sí con la recuperada admiración con que la estimaba antes del desapego que me alejó de ella desde la rebeldía de la adolescencia hasta la salida de la clandestinidad del oscuro armario que encierra y ahoga en mentiras excusadas con el por entonces considerado infranqueable secretismo.
Me miro en el espejo y todavía me veo con esa mirada embobada, que esquiva por timidez, y boquiabierto de incomprensión ante la vida en general y la mía en particular. Los rasgos ahora, eso sí, se reflejan -en el espejo y en mis complejos- doblemente agrandados -casi todos- y con más pelo (especialmente la nariz, ¿por qué ese vello nasal y el de las orejas? ¿qué sentido tiene que crezcan sin parar y cada vez más?).
La voz de pito de la edad del pavo, afortunadamente, a los treinta y cuatro, ya está más que superada. Ahora mi voz por teléfono genera el apelativo de "usted" o "señor", palabras que se me siguen quedando grandes y que aun siento que no van conmigo, hasta que reacciono (con retraso, eso tampoco ha cambiado desde que era un mico) y las identifico como dirigidas a mí.
Parece ser que mi aspecto físico -salvo escasas y "gratificantísimas" ocasiones a las que me aferro como a un clavo ardiendo y que pregono siempre que tengo ocasión (véase), como la del otro día en la que una de las pasajeras que llevé con blablacar me echó veinticinco- también va siendo ya el de un "hombre hecho y derecho". Qué gran verdad que no es oro todo lo que reluce. ¡Ya quisiera ahora esa agilidad que comienzo a considerar proeza de contorsionista cuando simplemente me agacho para recoger algo del suelo o cuando me pongo a limpiar!
Un señor. Don. Usted. Y es que la mayoría de los de mi quinta son ya padres, muchos de ellos más que primerizos, reincidentes.
Vértigo. ¡Padre! ¿yo? Pero si todavía no estoy seguro ni de saber cuidarme a mí mismo, ¿cómo voy a hacerlo de un retoño inocente? Si no tengo ni dónde caerme muerto, ¿cómo voy a mantener a una criatura a mi cargo?
Lo más parecido que tengo son mis sobrinos, pero esos no cuentan porque con ellos es puntual y extraordinario y, por supuesto, por suerte para ellos, su manutención no corre de mi cuenta.
La gran parte de mis coetáneos tienen encauzado su camino profesional mientras yo sigo dando bandazos de un trabajucho a otro, pensando todavía en lo que quiero ser cuando sea mayor...
Sigo aprendiendo a dar cada paso como el primero, torpe e inseguro. Con la tan firme como incumplida promesa de no recaer en la misma piedra, con menos resiliencia tras cada batacazo. Chupándome el dedo, acariciándome el lóbulo de la oreja u oliéndome la muñeca como un gesto nervioso ante situaciones que ya debería saber afrontar con creces pero que todavía me acojonan y bloquean como la primera vez que tuve que hacerles frente.
Me cuesta tanto decidir como cuando apenas levantaba un palmo del suelo. Lo malo es que ahora las consecuencias de mis decisiones pesan el doble.
Y por vergonzoso que suene, sigo incluyendo en mis recopilaciones musicales para el coche las bandas sonoras de las películas de Walt Disney (las de mi época, La sirenita, Hércules, Aladdín y las demás de la década de los 80-90; no las actuales -Frozen, Brave...- a las que ya he perdido la pista).
Sin embargo, la conciencia histórica de un pasado glorioso (lozano, enérgico y otros tantos calificativos que desolan desde la decrépita perspectiva cuasi cuarentona) me reubica en lo que soy. Un puretilla de treinta y cuatro tacos más perdido que el barco del arroz y que tendría que dejar de soñar tanto con la agotada edad de oro para empezar a hacerlo con la futura y, sobre todo, con la presente, sea del material que sea.
Cuando con tus amigos las historias empiezan a ser batallitas y cuando lo que tomas con ellos es un gintonic en copa de balón sentado en la terraza de un bar en vez de una rives con limón-limäo del LIDL o el DÍA en vaso de tubo de pvc tóxico de los chinos (en mis tiempos, los veinte duros) a las cinco de la tarde y no de la madrugada arrecido celebrando un botellón a la interperie de cualquier lugar público a cielo descubierto, horrorizado, descubres que la senectud llama a tu puerta, llevándose las manos a la cabeza por el susto. Y a los riñones por ese dolor de espalda que es ya también un habitual en tu día a día.
Y una de las expresiones más repetidas ahora es la de "cómo pasa el tiempo" acompañada de un resignado asentimiento de cabeza ante la verdad universal de lo escurridizo de los años. Y para muestras, un botón:
La renacuaja que sostiene mi madre en los brazos es la pequeña del clan.
Cuando nos descuidemos, está ya igual de grande que los hermanos o los primos, que ya es decir...
Cunde el pánico y quieres seguir llevando las mismas camisetas de antaño cuando muchos ya han dado el salto a las camisas o los polos, mucho más discretos con las nuevas curvas de tu figura, evidentes y redondeadas, antiestéticas, que ya no es ni tan estilizada ni tan fibrada como cuando te las compraste para lucirlas sin tener que dejar de respirar.
Pero no pasa nada, te consuelas, los hay calvos con tu edad y todavía más gordos. Y menos en forma que tú. Y te engañas pensando que en vez de un fracasado muerto de hambre lo que eres es un incomprendido artista aun salpicado del sistema borreguil, al margen de él, un alternativo a la alineación mediática y sociocultural que te hace pecar de creído por querer sentirte diferente.
Y la enorme risotada de tu inmisericorde voz interior, martilleante y taladradora de sienes, incompasiva y fustigadora (tan odiosa como la de la pétrea y glacial abogada del diablo magistralmente encarnada por Mary Steenburgen en Philadelphia), se descojona en tu cara por lo ridículo e inverosímil de tu propia mentira, dándote un contundente e irrebatible listado de "hechos".
Pero... ¿y si no tuviera que ser tan atroz volver al punto de partida a la vejez viruela?
Quizás es cierto que el paro podría ser una oportunidad de reinvención laboral (sí, he asistido a muchos cursillos de "emprendizaje como alternativa a la crisis", qué le vamos a hacer, estoy contaminado de utopías), y que las mariposas que cosquillean de nuevo con fuerza dentro de mi barriga (gorda y blanda, sí, pero las hay peores a mi edad, ya digo, mal de muchos...) son las de un nuevo y único amor, el maduro, el sereno; ¿tal vez el de verdad?
Este retorno al punto de partida del amor (ilusión, magia, baile de gusano en la tripa) y del mercado laboral (replanteamientos de nuevas alternativas, cursos formativos, búsquedas de trabajo aunque de momento infructíferas, inacabables y por tanto siempre esperanzadoras) podrían ser la nueva oportunidad que se me auguraba. A los treinta y cuatro, no tiene porqué ser tan mala edad ni tengo porqué ir tan retrasado en un reloj vital del que, al fin y al cabo, sólo sabemos cuándo empieza y que puede agotarse en cualquier momento (patinando con el coche por la lluvia en una curva, si no te acompaña la suerte, por ejemplo; o corroído por una asquerosa y extendida enfermedad si el azar se ceba contigo) sin preaviso, como un despido disciplinario, dejándote a medias y acabando con todos tus planes.
El miedo a la muerte permanece en mi vida pero ahora porque la valoro enormemente otra vez y no quiero que acabe antes de tiempo.
Intentaré pensar que sí que me queda mucha vida por delante y que lo mejor todavía está por llegar.
O puede que lo mejor ya haya pasado, o incluso que esté pasando.
Puede que el ayer sea la edad de oro, y el mañana la de lo difuso; pero el hoy también debe ser de algún material noble o de alguna piedra preciosa casi tan reluciente como los otros. Disfrutémoslo.
Señores y señoras de la clases del 99:
Usen protector solar...
...disfruta de la fuerza y belleza de tu juventud,
nunca las entenderás hasta que se hayan marchitado.
Cuando veas tus fotos dentro de veinte años
entenderás de una forma que no puedes comprender ahora
cuántas posibilidades tenías ante ti y
lo guapo que eras en realidad...
No te preocupes por el futuro
o preocúpate sabiendo que hacerlo es tan efectivo
como tratar de resolver una ecuación de álgebra mascando chicle...
Los problemas realmente importantes en la vida
son aquellos que nunca pasaron por tu preocupada mente,
esos que te sorprenden a las cuatro de la tarde de un martes cualquiera...
Canta...
No juegues con los sentimientos de los demás...
No toleres que la gente juegue con los tuyos...
Relájate,
no pierdas el tiempo sintiendo celos.
A veces se gana, a veces se pierde...
...al final sólo compites contra ti mismo.
Recuerda los elogios que recibas,
olvida los insultos
(pero si consigues hacerlo, dime cómo).
Guarda tus cartas de amor,
tira las cartas del banco.
Esfuérzate...
No te sientas culpable si no sabes lo que quieres de la vida...
... Cuida tus rodillas, sentirás la falta que te hacen cuando te fallen...
Quizá te cases, quizá no.
Quizá tengas hijos, quizá no.
Quizá te divorcies a los cuarenta,
quizá bailes el "Funky chicken" en tu setenta y cinco aniversario de bodas...
Hagas lo que hagas,
no te enorgullezcas ni te critiques demasiado.
Optarás por una cosa u otra como todos los demás...
(...)
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