domingo, 2 de noviembre de 2014

"Sin vivir en mí"

Ilustración de Alejandro de Reyes (@donColor)

SIN VIVIR EN MÍ. 

¿Qué es al fin y al cabo la locura? ¿no es la depresión el estado superlativo de la tristeza? ¿y la bipolaridad el desajuste de los “dos polos” que todos/as tenemos? O la esquizofrenia… ¿no sería un miedo extremo, desbordado? ¿No es cualquier desequilibrio mental (salvando matices) una obsesión “sacada de quicio”? 
La locura –o la valentía– de Santa Teresa de Jesús fue hablar abiertamente, sin tapujos, de emociones físicas, carnales. Hablar y escribir de amor. 
Aun divino, pero amor igualmente.  
Una osadía, una transgresión en un mundo eclesiástico que lo coartaba bajo misticismos sólo comprensibles, en realidad, desde lo sensorial de la emoción carnal. En una dictadura gobernada por hombres que relegaba a las mujeres como serviles femme fatale que, por cautela, mejor estaban escondidas bajo infranqueables hábitos de castidad, encerradas en enajenadores muros de convento; sometidas a un aislamiento social y cultural. 
El cerebro, la mente –potencia intelectual del alma, según la primera acepción de la RAE –, es parte intrínseca del cuerpo, consecuencia directa de lo que de él se deriva.  
Igual que el desamor, cuando desemboca en trastorno, puede conducir a comportamientos autodestructivos; el exceso de amor podría desembocar, quizá, en paranoia u obsesión. 
Es innegable que Santa Teresa fue una mujer profundamente religiosa. La duda surge cuando se plantea si esa extrema religiosidad pudo acabar volviéndola loca. Loca de amor por su Dios. 
La revolución de su devoción fue invadir el espacio sacro por la pasión y hasta por cierto erotismo. En sus propias palabras, lo narra así: veíale en las manos un dardo de oro largo y, al fin del hierro, me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor que no hay que desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo. 
Hay quien ha diagnosticado ese “sexo del espíritu”, ese “temblor recio” que le hacía trascender en éxtasis místico, como un mero trastorno mental.  
La Psicohistoria analiza psicológicamente al personaje a través de sus escritos legados. Basándose, pues, en sus detalladas descripciones (cuando salí de casa de mi padre no creo será más el sentimiento cuando me muera, porque me parece cada hueso se me apartaba por sí), se ha hablado desde “epilepsia extática o de Dostoievski” –por el escritor ruso que también la padeció– hasta síntomas histéricos o de profunda depresión. 
Francisco Alonso-Fernández, psiquiatra y catedrático, Doctor Honoris Causa por cuatro universidades, presentó en agosto del año pasado su libro Historia personal de Santa Teresa de Jesús, donde profundiza sobre los posibles trastornos mentales de la monja. 
Rescatando alguno de sus datos biográficos, parece ser que Santa Teresa vivió un tórrido romance con un primo suyo a los catorce años. Relación prohibida y zanjada inmediatamente por su padre, judío converso al cristianismo, vigilado muy de cerca por la Inquisición.  
También por la influencia de su madre, dama de la alta sociedad cristiana, ingresa en un convento generando desde el principio, según el especialista, miedos al infierno y sentimientos de culpa por permitirse sentir que van gestando en abatimiento, soledad, trastornos de alimentación y sueño. A partir de los cuarenta años de edad, empiezan los éxtasis místicos, cuya traducción psiquiátrica serían alucinaciones y paranoias fruto, probablemente, de su aislamiento social y personal. 
Que sufriera ataques epilépticos, cayera en depresión o tuviera alucinaciones, en mi opinión, no es tan relevante como la modernidad de su actitud y de su obra 
De ella se ha llegado a decir que fue una abanderada del feminismo porque era “dueña de su cuerpo”. En vez de mesura y corrección, como de toda mujer de la época se esperaba, se salió de la norma y experimentó. Sintió. Y lo, que fue aún más escandaloso, lo contó. 
Cuando había que callar, ella habló de sensualidad y gozo, sentimientos vetados en los conventos. Los vivió en carnes propias y los compartió en sus escritos, pura literatura romántica. 
Sin pretensiones sacrílegas, diría que encarnó a la deidad, equiparó el amor a Dios con el amor de pareja en una monogamia extrema, una desmesurada entrega que quizá la trastornó y la hizo abandonarse, para dejar de vivir en sí misma (Ya toda me entregué y di, y de tal suerte he trocado, que mi Amado es para mí y yo soy de mi Amado. Cuando el dulce cazador me tiró y dejó herida, en los brazos del amor, mi alma quedó rendida) 
Mientras que los escritores románticos convertían a su amor en un dios, ella invirtió las tornas y convirtió a Dios en su amor. 
Si a esta inalcanzable y por tanto tormentosa relación sumamos una castradora –en todos los sentidos de la palabra– Inquisición, un inmisericorde juicio social y un dogma religioso castigador, no parece descabellado hablar de cierto trastorno. De locura. De estigma. Incomprensión social que nos hace aislarnos en nosotros mismos, antes en muros de conventos y monasterios, ahora en los de nuestras propias casas, produciendo incomunicación y analfabetismo emocional. El miedo al infierno es, a fin de cuentas, el miedo a la muerte. Si además asola perennemente la idea de un Juicio Final, éste se convierte en terror. Y si tergiversamos el amor –a Dios o a un congénere humano– en dependencia emocional (vuestra soy, para Vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí?), el cóctel explota. Que sea en éxtasis místico o en brote psicótico es lo de menos. 
La figura y los escritos de Santa Teresa siguen despertando gran curiosidad y se complementan con obras de arte de un virtuosismo inigualable como la de Bernini, que logra plasmar en el frío mármol la cálida expresión de algo que no se puede llegar a entender si no es a través de los sentidos. Un gesto tan de placer que, para algunos, podría responder más a fenómenos orgásmicos velados que a verdaderos encuentros espirituales, no resta interés al contrario, suma– al pasaje de la transverberación. 
Santa Teresa, su enorme entrega malentendida como locura o al revés–, sus inquietantes textos, sus desconcertantes desvanecimientos, toda ella, no dejan indiferente y, a día de hoy, siguen sirviendo como fuente de inspiración para artistas emergentes como @doncolor, versionándose en nuevos estilos que usan de soporte las redes sociales como instagram.


Artículo publicado en el número 15 de la revista SEMOS. 






  

No hay comentarios:

Publicar un comentario