A mí que no me vengan hablando de las facilidades y ventajas que se tienen por ser "joven adulto" que ya no me las creo.
Primero porque según para qué cosas, a mi edad, lo sigues siendo o no ("joven") y, segundo, porque es una edad bien complicada esta de los treinta "y pocos" (ya no tan pocos, más "adulto" que "joven")...
¿Sigo arriesgando con la más que probable metedura de pata o empiezo a intentar asentarme para "labrarme un futuro" que ya empieza a ser más "presente" y que, por otro lado, nadie me asegura que tendré?
¿Qué hago?
¿Apostar por algo que me gusta "a fondo perdido" o cubrirme las espaldas con un plan b y tirar por lo práctico, asegurándome un sueldo a fin de mes, vendido al caro precio de mi tiempo?
Tic tac...
Por vueltas no habrá sido desde luego: trabajos basura a media jornada mientras estudiaba, prácticas laborales, dos años de becario en la Universidad compaginados con más contratos basura de media jornada para poder mantener a la que por entonces consideraba "mi familia"; hasta dos años de funcionario (hito que marca la distinción entre el Javi de antes y el de ahora, no sé muy bien cuál es la diferencia pero haberlas haylas), seis meses de hibernación mental y física y seis de parado mantenido por el Estado y ejerciendo de "voluntario" en proyectos en los que de verdad creía y disfrutaba, desarrollando destrezas artísticas que había abandonado hacía años y que, de repente, se convirtieron en mi salvavidas, más necesarias casi que respirar.
Pero las vacas flacas llegan de nuevo y los años no perdonan y, por un lado, quiero ese pisito de alquiler (hipoteca ni muerto), pequeño, cuqui, acogedor, esa relación de pareja estable (el matrimonio y los hijos ya se me van quedando grandes), ese proyecto de futuro en común, mi propio espacio.
No estoy nada mal con mi madre, respeta mi intimidad y medio he personalizado la sexta parte de metros cuadrados de casa que me corresponden, pero no es igual.
Ella cocina apenas sin sal, a mí me encanta experimentar con todo tipo de especias. En la cocina y fuera de ella.
Yo tiendo las camisetas de los sobacos. Ella de los hombros. Y a mí siempre se me va la pinza.
Ella lleva horarios de esos en los que "Dios ayuda" y yo, cuando paso dos días de estilo de vida "bohemio", pienso que es un rollo estar en la cama a las once de la noche y que sí, que levantándose a las siete la mañana -intempestivo e inhumano madrugón para algunos- cunde mucho más. Pero no es lo mismo. La noche tiene una magia que no tiene el día.
Y así con todo.
Mi madre y su refugio me dan seguridad y calidez de hogar y familia; pero es una vida tremendamente aburrida. Mientras que de trotamundos termino agotado y con cierta añoranza del plato de comida casera asegurado en la mesa pero, en el fondo, me siento mucho más yo. Más libre. Siento que vivo más.
Pero el acojone llega y el reloj de pasarse el arroz gira sus manecillas cada vez más rápido y ruidosamente, tanto que ensordece y llega a paralizar.
Treinta y tres años que en unos meses serán treinta y cuatro. Tic tac... Y así hasta que, cuando te descuides y menos te lo esperes, estarás poniendo la vela del cuatro delante en una tarta de cumpleaños que puede ser o motivo de celebración o el peor de los espejos donde ver reflejado la peor de tus caras. La de la inquietante sensación de tiempo perdido o, peor, mal invertido.
Adolescente atormentado (te copio la expresión, amiga); eterno infeliz (también) por inconformista e inseguridad patológica siempre derivada en la impresión de estar metiendo patazo tras patazo.
De eso se trata vivir, creen algunos, de caerse y levantarse tantas veces como sea necesario. Y de soplar las velas de cumpleaños sin darle demasiadas vueltas.
Apagar llamas y consumir cera.
Hincharse a grasas saturadas y al día siguiente sentirse mal y decidir empezar una estricta dieta.
Tic tac... El tiempo pasa... ¿Cuánto? Nadie lo sabe. Pero pasa...
Tic tac...
(Imagen cortesía de http://instagram.com/p/jZv5UQIYpS/ )