A pesar de que hay quien ya
considera al artista como un mero productor de objetos de consumo para el
público masivo, la mayoría seguimos viendo a quien crea arte rodeado de un halo
de genio creador en los límites del desequilibrio. Idea avalada, además, por la
copiosa lista de reconocidos creadores con claros indicios de trastorno.
La locura tantea una borrosa
frontera y el arte se mueve, precisamente, en ese terreno liminar entre la
pasión y la razón.
En un alarde de excentricidad,
Yayoi Kusama se abandera como la artista loca por excelencia. Vive
voluntariamente en el Hospital Seiwa para enfermos mentales de Tokyo, del que
sólo sale en la incansable jornada que a sus 84 años desarrolla en el estudio situado
junto a su amurallada residencia.
Mantener una estricta rutina es
una forma de ordenar la vida como el deseo ad
finitum de su obra podría ser un intento de dominar la obsesión.
Ella misma declara que su arte
mantiene una estrecha relación con su salud mental, que parece incluir
trastornos esquizofrénicos, obsesivo-compulsivos y frecuentes ideaciones alucinógenas
y suicidas.
Y es que si en general los
trastornos psicopatológicos más graves son considerados como factores negativos
para la creatividad; otros, más leves, especialmente los de los trastornos
ciclotímicos, encajan como piezas de puzle con los típicos de un prolífico período
de producción (aumento de la autoestima, disminución de la necesidad de dormir,
fluidez de ideas, etc.).
Lucho contra el dolor, la ansiedad, el miedo y el único método que sigo
encontrando para calmar mi enfermedad es mi trabajo creativo.
La niña Kusama retrata a su madre
recubierta de círculos, gestando su más recurrente Leitmotiv: vastos campos de lunares, “redes infinitas”, que
evolucionarán a habitáculos de complejos juegos ópticos.
El lunar tiene la forma del sol (…) y de la luna (…) Nuestra tierra es
sólo un lunar entre los millones de estrellas del cosmos. Los lunares son un
camino al infinito. Cuando borramos la naturaleza y nuestros cuerpos con
lunares, nos integramos a la unidad de nuestro entorno. Nos volvemos parte de
la eternidad. (…) Los puntos son sólidos e infinitos. Son una forma de vida (…)
Pronto abandona el estilo japonés
que aprende en Kyoto para interesarse por la vanguardia europea y americana. En
Nueva York, se codea con Warhol, establece escultura e instalación como sus
medios principales, además de los intencionadamente estrafalarios happenings en
Central Park o en el Puente de Brooklyn (el más conocido en repulsa a la Guerra
de Vietnam); se influencia por la contracultura hippie y, a pesar de su
manifiesto trauma hacia el sexo, promueve la desnudez física, participa
activamente en el club social gay KOK (Kusama Omophile Kompany) y recubre de
protuberancias fálicas mobiliario y enseres personales de manera compulsiva,
obteniendo un resultado sorprendente.
Convertida en una top star de la farándula artística,
por el estrés de la gran manzana y el exceso de trabajo, exhausta –confiesa–, vuelve a Japón. Se recluye como marchante de arte y cae en
el olvido hasta que se le resucita con la retrospectiva Obsesión infinita. Una titánica campaña publicitaria consigue batir
récords de asistencia pero también se desatan las críticas más mordaces acerca
de la mercantilización de su arte, que ella misma negaba años atrás en la 33
Bienal de Venecia satirizando la venta de fragmentos de su Jardín de Narciso.
Ha rentabilizado lúcidamente su
obra extendiéndola al mundo de la moda y la tecnología, creado su propio universo iconográfico y formado una
familia queer –lejos de los abusos de
la sanguínea–, la de sus veinte ayudantes, unida por el corporativismo de su
trabajo.
Auténtica locura o más estrategia empresarial, su trabajo
muestra una indudable introspección aunque quizá, al haberse “reglado”, haya
perdido parte de su huella psicótica y se haya quedado más en la superficie
lúdico-visual de luces, colores, lunares y espejos.
Artículo publicado en el número 17 de la revista SEMOS.
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