DEFECTO DE FÁBRICA.
Las cosas en tu cabeza no funcionan bien, chaval, lo siento. Es una putada pero es así y tienes que aprender a vivir con ello. Tu locura es solo temporal, con el tiempo y el tratamiento, te curarás.
Sí, puede haber recaídas. Sí, en el futuro te puede volver a pasar. O no. Ahora no debes pensar en eso. Piensa en el aquí y el ahora.
El lugar desconocido de mi mente y el agotador hoy.
¿Por qué? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Tras muchos estudios y en función de los interminables historiales, se deducen una serie de hechos en los que poder buscar la explicación.
Factor uno: información genética. No se hereda la enfermedad, pero sí la vulnerabilidad a padecerla. De antemano naces con esa tara. Vienes mal de fábrica. Llegas a un mundo que hoy por hoy te parece tan hostil que has dejado de comprender. Ya no formas parte de él. No sales a la calle. No quieres hablar con nadie. No atiendes a razones. No trabajas. Te pasas el día viendo las horas pasar. Vagas por tus pensamientos y empiezas a encontrar un raro consuelo en mortificarte. No quieres dar pena pero lo único que haces es autocompadecerte. Eres la basura que el camión de limpieza ha olvidado recoger.
Factor dos: tu personalidad. Algo que se supone únicamente tuyo. Que has ido forjando con los años y con las experiencias vividas. Alma de artista. Corazón sensible. Gran capacidad de introspección, tendencia a estados melancólicos, rumiar analítico, inseguridades, timidez. Altibajos de creatividad. Romántica descripción que, sin embargo, te vuelve jodidamente vulnerable. No tienes vacuna alguna y eres el blanco más débil aunque hasta ahora hubieras pensado que podías esquivarla. La soberbia es otro rasgo de tu carácter.
Los condicionantes externos componen el tercer factor. Ruptura de pareja. Te dejan y no eres capaz de superarlo. Con aquel hasta siempre tu cabeza termina de escacharrarse. Los enclenques cimientos de tu equilibrio mental empiezan a tambalearse, y ahí comienza tu caída en picado al Thánatos. Ciénaga habitada por fantasmas e ideas monstruosas. Obsesiones de culpa, pena, odio. Pensamientos que se relían en una compleja e incoherente amalgama que te atrapa como la red de una araña. Y no puedes escapar de ahí. La voz no te llega para gritar socorro y poco a poco te hundes sin remedio. Eres débil, recuerda. Tu última bocanada de aire se convierte en un garrafal error con el que seguir alimentando tu culpa.
¿Y si no me hubiera dejado? Probablemente no hubieras caído. Seguirías viviendo en una mentira y llegaría el día en que no cupieras por las puertas pero, inmerso en la burbuja de tu propia ilusión, podrías salir adelante. Además te quedaba poco para superar el primer pico de riesgo que los expertos sitúan entre los veinte y los treinta años. Una psicóloga te habla de dependencia emocional. Otro dice que atraviesas la crisis del joven adulto en fase de individuación.
Lo cierto es que por más que lo hayas intentado ha sido en vano. Y te terminas rindiendo, provocando a tu alrededor primero estupor, luego lástima y por último resignación.
Acudes de urgencia al taller mental para inyectarte drogas de felicidad, ya que tu cerebro se ha quedado anclado en la pena. Tu engranaje cerebral ha empezado a destruir neuronas y la flexibilidad necesaria para cambiar de estado de ánimo se ha truncado en la emoción de la pena. Te has quedado en el dolor. Produces menos neuromoduladores de los que debieras pero sigues destruyendo la misma cantidad de siempre creándose así un déficit que hace que, recibas el estímulo que recibas, tu abanico de emociones se reduzca al dolor. Dolor inútil y sinsentido.
Pero esa droga actúa indiscriminadamente. No puede estimular a las neuronas de forma selectiva. Ahora mismo que no se te levante, que orines el doble o que pierdas el apetito no es tan importante como recuperar la capacidad de sentirse alegre. O en un estado de ánimo neutro que varíe hacia un extremo u otro en función de los estímulos externos que reciba, acorde y de una manera proporcionada. Como el bombeo de la sangre en el corazón, los mecanismos del cerebro también son modulables. Un perfecto equilibrio cuando funciona bien. Compleja obra de ingeniería que genera alerta ante un peligro, miedo a una amenaza, alegría al recibir una buena noticia…
Pasó ahora como podría haber pasado antes, después o nunca. Dadas las circunstancias de ahora o sin que se hubieran dado. En el fondo sabes que no hay culpables, y eso también te jode. Cada ser humano es único e irrepetible en cada instante. Nunca fuimos los mismos y nunca lo seremos. El sentido del “yo”, de identidad, no es otra cosa que una estrategia mental. Cuando las alteraciones del cerebro se merman impide que la mente logre poner en marcha esa estrategia, y por eso uno experimenta esa experiencia tan terrible de no reconocimiento. Ahora no te reconoces, no reconoces tu sitio aquí. Actor sin guión.
Sin identificarte y sin saber hacia dónde ir, surge una nueva estrategia mental como respuesta al no autoreconocimiento: la idea de autoaniquilación. Los pensamientos suicidas son meramente sintomatológicos –dicen–. El cerebro, en el fondo, es pura mecánica. Pura mierda biológica que, en cambio, genera y condiciona la parte abstracta y desconocida. La mente humana, el alma, el karma. Lo que nos convierte en puntos de vista únicos, irrepetibles. Nunca hubo una mente como la tuya. En tu punto del espacio ni del tiempo. Jamás la hubo y jamás la habrá.
Aun no has perdido la capacidad de generar contenidos lingüísticos ni de hacer juicios de los mismos, pero sí los tienes enturbiados, manchados de mierda. Las construcciones mentales resultan de la interacción entre el entorno y la persona. Los síntomas resultan de las funciones mentales alteradas.
Reconoce tu debilidad. Abandona el amor propio, el orgullo, la indestructibilidad y demás rimbombantes banderas para rendirte a la dependencia de las drogas. Heroinómano de psicofármacos, cebra herida en medio de la sabana africana.
Pero no puedes, la culpa –profunda, diseminada– te embarga cada milímetro de piel. Salpica cada idea, cada intento. Si consigues sacar la cabeza te vuelve a hundir.
Perseverancia. Paciencia.
Artículo Publicado en la Revista FAEM (Familiares, allegados y personas con enfermedad mental Cádiz) Nº 9. Sección "Punto de vista", con el título "Los desencadenantes".
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