Y DE REPENTE LLEGA UN DÍA.
Y de repente llega un día en el que la pena y el desánimo te vencen. El palo amoroso más gordo te golpea en la edad donde las decisiones son tan importantes que pueden condicionar el resto de tu vida. Donde la impulsividad y los arrebatos ya no se perdonan y todos tus actos tienen sus claras e irreversibles consecuencias.
De repente te ves un día ingresado en un hospital por haber querido matarte. Deseo no conseguido que te da pase directo a la derivación psiquiátrica. Un diagnóstico sin chequeo. Con cinco sencillas preguntas que te catalogan con esa enfermedad tan común en este tiempo, en este país y que tantas veces antes habías escuchado desde la barrera. Enfermedad de la que dudas y que nunca te has llegado a creer del todo, a pesar de lo cerca que siempre la has vivido en casa, quedando en primera línea de las estadísticas genéticas. Cuántas veces has pensado que la gente le echa morro para conseguir la baja laboral más fácil. Al fin y al cabo la pena no tiene ni medida ni baremación demostrable. Y tú, tan idiotamente honesto, o absurdamente desconfiado, has perdido tu trabajo por su culpa. Por no reconocer la evidencia. Por preferir pensar que solo podrías salir, que bastaría con un empezar de nuevo, desde cero, en otro sitio, con otro trabajo. Sin saber que ella viajaría contigo como polizón de tus entrañas allá donde fueras.
Salir solo. Salir. Salir de la caída en picado. Caer. Nunca mejor dicho. La expresión más usada en este caso es la más adecuada. “Cayó en depresión”.
Llega el día en el que, como si de la más aterradora profecía se tratara, empiezas a vivir en carne propia tu peor pesadilla. Protagonista de una peli de miedo de las que te hacen dar saltos en el sillón. Cruda realidad fantástica.
Tu dramática e inconsolable situación es tan de manual que se resume a la vulgaridad de “un caso más”, donde los especialistas te dedican apenas cinco minutos de consulta. Tus confesiones más ocultas, que terminan saliendo a la luz en un desesperado intento de supervivencia, son la archiconocida sintomatología del perfil estándar. Ya no eres persona. Ahora eres paciente. Enfermo. Enfermo mental. Ya no controlas tus emociones, ahora las controlan “la medicación”.
Pastillas que, por etimología, acabarán con tu mal. Pondrán fin a lo que a ti se te ha escapado de las manos. Ya no eres dueño ni de ti. Lo único que creías que quedaba bajo tu poder también se ha ido a la mierda. Medicación corrosiva, lenta y progresiva. Pero no del todo efectiva. Hay que ir probando con unos y otros hasta ver cuál es la que te termina de hacer el efecto deseado. Mientras, paciencia y a esperar. Mucha paciencia, porque los tiempos terapéuticos, te dicen, van mínimo de los tres meses al año. Eso si no hay recaídas fuertes.
Tus pensamientos, tus ideas, tus obsesiones, tus sueños ya no son tuyos. No estás loco. Seamos políticamente correctos. Eres un enfermo. Pobrecito. Ya no eres persona. Ya no se te mira como antes, has dejado de ser quien eras. Despiertas compasión, lástima y desconfianza en las personas que intentan ayudarte desde el otro lado. Personas que te arropan, te escuchan y te animan hasta que consigues apartarlas. Porque toda esa gente te recuerda todo lo que no puedes ser y, aunque todos quieran convencerte de que no es así, en el fondo sabes que ya nunca volverás a ser. Otra vez persona. Lo único que quieres es estar solo. Consumirte sin espectadores. Sin esos ojos que han cambiado la forma de dirigirse a ti, esas palabras medidamente calculadas o no dichas para que no te afecten. Porque ahora eres un enfermo. Recibes otro trato. Desequilibrado, inestable. Tu humor, tu ánimo, tus ganas de vivir zigzaguearán en un encefalograma con más curvas que un puerto de montaña. Hoy arriba, mañana abajo. Una inestabilidad de la que antes hacías gala como seña de identidad, y que ahora es tu hándicap. Y siempre habrá que estar pendiente de ti no se te vaya a volver a ocurrir una tontería. Una locura.
¿Y cómo no se te va a volver a ocurrir? A cada instante. En cada minuto, a cada segundo lo piensas. ¿Cómo sino se vive esta nueva vida, si se le puede llamar así? Una vida que necesita de pastillas para dormir para pensar y para sentir. Una vida donde tú eres tu peor enemigo porque te odias y, por extensión, odias al resto del mundo. ¿Cómo? Pues deseándolo día y noche. Tirando de creencias del cajón de emergencias para suplicar el fin de todo esto. Un fin que tú no eres capaz de poner. Los medios más recurrentes te han sido confiscados. Permaneces en continua vigilancia. Tu antigua independencia y autosuficiencia son ahora un añorado recuerdo. Como todo. Vives eternamente anclado en un ayer tan dolorosamente anhelado como felizmente vivido fue en su momento. Solo has aprendido una cosa. Que sí fuiste feliz. Que ahora, por contrate, por fin sabes qué es la felicidad. Un extremo tan lejano que atormenta y desgarra desde fuera del escaparate.
Una única posibilidad a la que no te atreves. Una ventana abierta al abismo que cada noche se vuelve a cerrar para dejarte otra vez dentro. Una frontera entre el aquí y el allá. Entre la vida y la muerte, la felicidad y el dolor. Papeles que se te invierten. La muerte es tu única promesa de felicidad ante el dolor de la vida. De tu vida de ahora Pero no eres capaz. Eres patético hasta para eso. ¿Qué se puede esperar de alguien que no se controla ni para llorar? ¿de alguien que no sabe seguir viviendo a pesar de las dificultades, como todo el mundo? De alguien como tú. Mírate, escombro de persona. Despojo lastimero. No vales para nada. Eres una carga, un inútil, un parásito social. Mírate, y ten los cojones de hacerlo de una vez por todas. Déjate de notas de despedida, de excusas y de aferrarte a la vida en el último momento. Mírate. Das tanta pena. Te da tanto miedo vivir como morir.
Y de repente llega un día en el que no quieres que llegue el día.
Artículo publicado en la Revista Informativa de FAEM (Familiares, allegados y personas con enfermedad mental Cádiz). Nº 9. Sección "Punto de Vista", con el título de "El debut en la enfermedad".
No hay comentarios:
Publicar un comentario